Portavoz del sol

Decía César Calvo: Este libro de variaciones rumanas podría ser una antología de poesía traducida por mí, pero en realidad es un libro de poesía rumana creada a través mío por los grandes poetas rumanos que conozco. Yo tomé ciertos poemas rumanos que me conmovieron, y a partir de ellos hice una versión que es mía más que de ellos, pero que sigue siendo suya. Una recreación a través del tiempo.

Del libro Variaciones Rumanas, de César Calvo y Alexandru Andritzoiu:

Alegoría

Se ve todo en redor, como si fuese

siempre así todo, vagaroso, ondeando

en una danza de hadas malévolas y anillos.

Soy el portavoz de las estrellas.

Pasea, desabrochado el pecho, un viento

por el mundo asombroso, blanco, lirio.

Soy el portavoz

del silencio.

Y puede verse, aun de noche. Inquieto

el oloroso reino de las flores.

Soy el portavoz

de las vísperas.

Todo en redor, despide aquella luz

dorada y enlutada por su adiós

bajo la dinastía del soberano azul.

Soy el portavoz

del sol.

Dibuja: Cristopher Bustos Castillo. ‘Dibujo de una fotografía de César Calvo en Barranco’.

Edita: Alexander Bustos Castillo

Mujer mágica, por Brian Crispin

Edita: Aylan Mórel

Autor: Brian Crispin Tineo

Brian Crispin

 

Mujer, ser que da vida
ser de amor y luz,
mujer, misteriosa mirada
y pensar infinito
de difícil comprensión.

Tu risa, tu mejor curva
tu espíritu, tu real valor
tu belleza, tu atracción
tus ojos, otra dimensión

Mujer, tu existencia es poderosa
mueves al mundo
enfrías al sol
congelas el fuego y
das vida a la tierra

Mujer, también das muerte
cuando no amas
cuando no eres sincera
cuando te arrastra el pecado
mujer, eres el bien y el mal
eres sed y eres hambre
eres vacío y soledad

Mujer, misterioso ser del universo
eres amada, eres odiada
regalas risa, causas lágrimas
das esperanza, das desilusión

Mujer, mágica creación
sin ti habría caos
tu presencia equilibra al mundo.
Catherin Campero

Foto de Catherine Campero

Madre, te llevaré a París; César Calvo, el poeta bandera.

Una muestra de amor maternal, por el poeta César Calvo.                                  Representante y difusor de las cultura peruana en sus mitades:                                  Afroperuana, Andida y Selvática.                                                                                                    Dedicado a la Sra. Graciela Soriano.

Edita: Aylan Mórel.

 

                                         Madre, te llevaré a París

Cuando hermano y hermanas, en sucesivos días de anochecer,
hacia su propio corazón se vayan, te llevaré a París, París lejano como el viento,
como tú, como yo, mientras el soplo del otoño, bajo tus pies,
es como un Sena de miel.
Aunque tal vez, primero, a Buenos Aires, porque en los muelles veas
como un montón de arena mi recuerdo, bajo la lluvia de febrero, solo,
en los muelles de 1963.
O tal vez, porque oigas en tu pecho, sin límites, mi sangre
vayamos a la selva, al Amazonas rojo, cuando los pescadores
guardan el sol entre sus redes
y se olvidan, sudorosos de amor, sobre la hierba.
Viajaremos a Nínive, a Santiago de Chile, a Samarkanda.
Te presentaré a mis hermanos que harapientos vocean
las primeras noticias del invierno, y tu silencio deslumbrado
hará ríos sin fin sobre la nieve,
entre las ramas desaliñadas de los últimos sauces.
Después iremos a Moscú; cogida de mi mano conocerás Moscú;
allí un río invisible como los sueños te incendiará la frente,
y por primera vez sobre tu rostro
sobre mi rostro, por primera vez, ha de caer el sol.
Te llevaré a Venecia, a Roma, a Alejandría.
Iremos a todas las comarcas donde un río atraviese, sólo para que veas,
para que escuches, Madre, que ninguno es tan dulce, tan hermoso,
como el que tus ojos tendieron sobre mí
en los ancianos días oscuros de mi infancia.

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Poema para Bryce

Edita: Aylan Mórel

Autores: Alexander Bustos Castillo y Brian Crispin Tineo

Dibujo: Wilbert Ccoto

Fotografías: Brian Crispin Tineo

Bryce.jpgDibujo de Wilbert Ccoto

 

Poema para Bryce

A pocas yardas del Boulevard de Barranco

me encontré a Bryce Echenique; cabizbajo,

resaqueado, feliz… Yo también lo estaba.

Tuve miedo a su rechazo, tuve miedo a su no

potencial amistad de tragos, ¡bienquiera!

 

Me había citado el poeta de los cerros.

Los cerros malditos de Lima, también son mis amigos.

 

Luz arboleda mañana temblorosa

Wishkey doquiera la plaza luce hermosa.

 

Germen de la desesperanza madruga mis deseos.

Es la corrupta calle donde un relato vuela mis sesos,

Sr. Alfredo fabule a mi flanco:

Un mundo para Bryan / La amigdalitis de Alexander.

 

Tortuosamente, con alaridos de Minerva

zarpamos del metropolitano, maldiciendo

al alcalde en su vía exclusiva; recordamos a Ribeyro,

y a Mario Poggie con su primer pajazo.

 

Naturalmente como un ser de luz, Bryce me guio

a las tabernas más campechanas de la urbe.

Abrazamos con la honestidad de un perro a su amo.

Sonreímos a mi amigo el poeta. ¡Vamos a la feria que organiza Gato Viejo!

Flores globos afiches cerveza artesanal

homos heteros, todos aman a Bryce.

 

CANCIÓN: La señorita Esther H.

De COSAS DEL CUERPO, poemario del año 1999. Dedicado a sus hijas: Tilsa, Issa y Maya. También para Frida.

 

Autor: José Watanabe

Edita: Aylan Mórel

Ilustra: Wilbert Ccoto

 

CANCIÓN

 

La señorita Esther H.

en el camino solitario, excepto

algún zorro, me pidió que no la mirara, que

me volteara

porque iba a rociar el mundo. Yo escuché entonces

a mis espaldas

ese sonido sibilante de sus aguas entre las piedras.

 

Pichi de mujer

no es pichi de hombre, supe. Pichi de mujer

se expande y se hace atmósfera, marejada

concupiscente

que ese día envolvió también al caballo, al buey que labraba,

a mi perro colero

y a cuanto macho que respiraba a la redonda.

 

La señorita Esther H. era mi maestra rural.

Ella dilató por primera vez la nariz

de mi corazón.

 

Una arbitrariedad de niño

sospechó su reconditez como fruta de rápido zumo.

Unas veces naranja, otras ciruela de Chile.

En la escuela rural sabíamos poco

pero sospechábamos mucho.

 

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Ilustración de Wilbert Ccoto

Miriam Mancini y la poesía hispanoamericana

Edita: Aylan Mórel

Autora: Miriam Mancini

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Miriam Mancini, oriunda de Buenos Aires, Argentina. Estudió psicología en la UBA, artes visuales y literatura. Escritora y poeta. Ganó certámenes de poesía en Argentina, de la editorial Ser y Dunken, participó de tres antologías de la editorial Dunken, presentadas en la Fil Argentina,es miembro de la primer plataforma colectiva argentina de poetas de la mencionada editorial, declarada de interés cultural por el gobierno de la provincia de Buenos Aires. Participa del grupo poético Pangea, cuya antología fue editada en México y presentada en la Fil en México. Con la editorial mexicana Dipsomanía poética publicó la plaquette La premura de las rosas, presentada en diferentes eventos literarios, su otra plaquette De desmorirse hasta nacer, fue publicada con la misma editorial. Actualmente se halla trabajando en un nuevo poemario, que sera publicado con la editorial mexicana Ojo de golondrina. Fue ademas seleccionada por la editorial mexicana Versonautas para participar en una Antología de poetas latinoamericanos en ese país.

 

MADRE

Eras trigo y pan, canto profundo desde el alma de cada día, risas cómplices y lágrimas compartidas, sencillez y fuerza en cada paso, eras, dulce letra mía.

Caminos de filosas piedras atravesaste, desde los campos de algodón natales, a Buenos Aires.
Y en todas partes, una a una las piedras quitaste.

Morena hermosa, el tiempo tizno grises las sienes, mas éstas nunca se dejaron amarrar por los malos ratos, mas sí siempre por mis caricias furtivas.

Fuiste viento huracanado frente a la más mínima injusticia, tu ceño fruncido tornaba temeroso al más bravío de los bravos.

Digna hija de doña Silvia, fuiste honesta hasta con tu propia sombra.

Tu dureza guardaba la delicadeza perenne de la orquídea.

Desolados días, pasaron desde que la muerte temprana te arrebató de nuestro lado.

Mas no pudo llevarse la premura de tus rosas, ni tu voz guía, ni la calidez de tus abrazos.

No podrá la muerte llevarse la inmortalidad de tu memoria.

Trigo y pan, canto profundo desde el alma de los días, por siempre serás, madre mía.

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La eternidad según Jorge Luis Borges

Edita: Aylan Mórel

Ilustra: Pablo Bustos.

JORGE LUIS BORGES PARA EL MUNDO

 

IV

Sólo me resta señalar al lector mi teoría personal de la eternidad. Es una pobre eternidad ya sin Dios, y aun sin otro poseedor y sin arquetipos. La formulé en el Libro El idioma de los argentinos, en 1928. Trascribo lo que entonces publiqué; la página se titulaba Sentirse en muerte.

Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y extática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.

La rememoro así. La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un extraño sabor a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo: Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobra la ochava; los portoncitos—más altos que las líneas estiradas de las paredes—parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América, no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya campeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo que hace 30 años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, y de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó en realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.

La escribo, ahora sí: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental—no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es , sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo.

Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una música, los de mucha intensidad o mucho desgano—son más impersonales aún. Derivo antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la intuición posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.

Jorge Luis Borges. (1936). Historia de la eternidad. Madrid: Alianza Emece.

 

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Tributo a Francisco Luis Bernárdez

Edita: Aylan Mórel

Escribe: Alexander Bustos Castillo

Fotografías: Dayna Cóndor Ortiz

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Francisco Luis Bernárdez, vate argentino:

Estar enamorado

Estar enamorados, amigos, es encontrar el nombre justo de la vida.

Es dar al fin con la palabra que para hacer frente a la muerte se precisa.

Es recobrar la llave oculta que abre la cárcel en que el alma está cautiva.

Es levantarse de la tierra con una fuerza que reclama desde arriba.

Es respirar el ancho viento que por encima de la carne se respira.

Es contemplar desde la cumbre de la persona la razón de las heridas.

Es advertir en unos ojos una mirada verdadera que nos mira.

Es escuchar en una boca la propia voz profundamente repetida.

Es sorprender en unas manos ese calor de la perfecta compañía.

Es sospechar que, para siempre, la soledad de nuestra sombra está vencida.

Estar enamorado, amigos, es descubrir dónde se juntan cuerpo y alma.

Es percibir en el desierto la cristalina voz de un río que nos llama.

Es ver el mar desde la torre donde ha quedado prisionera nuestra infancia.

Es apoyar los ojos tristes en un paisaje de cigüeñas y campanas.

Es ocupar un territorio donde conviven los perfumes y las armas.

Es dar la ley a cada rosa y al mismo tiempo recibirla de su espada.

Es confundir el sentimiento con una hoguera que del pecho se levanta.

Es gobernar la luz del fuego y al mismo tiempo ser esclavo de la llama.

Es entender la pensativa conversación del corazón y la distancia.

Es encontrar el derrotero que lleva al reino de la música sin tasa.

Estar enamorado, amigos, es adueñarse de las noches y los días.

Es olvidar entre los dedos emocionados la cabeza distraída.

Es recordar a Garcilaso cuando se enciende la canción de una herrería.

Es ir leyendo lo que escriben en el espacio las primeras golondrinas.

Es ver la estrella de la tarde por la venta de una casa campesina.

Es contemplar un tren que pasa por las montañas con las luces encendidas.

Es comprender perfectamente que no hay fronteras entre el sueño y la vigilia.

Es ignorar en qué consiste la diferencia entre la pena y la alegría.

Es escuchar a medianoche la vagabunda confesión de la llovizna.

Es divisar en las tinieblas del corazón una pequeña lucecita.

Estar enamorado, amigos, es padecer espacio y tiempo con dulzura.

Es despertarse una mañana con el secreto entre las flores y las frutas.

Es libertarse de sí mismo y estar unido con las otras criaturas.

Es no saber si son ajenas o son propias las lejanas amarguras.

Es remontar hasta la fuente las aguas turbias del torrente de la angustia.

Es compartir la luz del tiempo compartir su noche obscura.

Es asombrarse y alegrarse de que la luna todavía sea luna.

Es comprobar en cuerpo y en alma que la tarea de ser hombre es menos dura.

Es empezar a decir siempre y en adelante no volver a decir nunca.

Y es además, amigos míos, estar seguro de tener las manos puras.

Bibliografía: Bernárdez, Francisco Luis. La ciudad sin Laura; El buque, Buenos Aires, Losada, 1978. 104 p. De: Estar enamorado.

Parque Centenario, Argentina.

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Autor: Alexander Bustos Castillo

Edita: Aylan Mórel

 

Azur son las aguas del meandro

 

 

En mis sueños de verano

me visita un tierno amigo

con su hocico de montaña

y  pelaje ralo. Socorre

y acaricia mi cuerpo

en mis parálisis de sueño.

En mis sueños de verano

escamoteo un par de huesos de hojalata

escamoteo el bello latir de las gaviotas

que pasean en la playa.

Me escucha

un risueño ser de hogueras

y las quenas y zampoñas.

En los cadalsos más honestos de nuestra Sierra

se obsequian ocas y otros tubérculos amorosos.

 

Descifro el poema: siento en mi podio de noctámbulo

un perro selvático, un ave marina y una salamandra del sur

los invito a sentarse cómodamente: el más hermoso azur fluvial paisaje:

 

Hoy los cadalsos son reflejo de vida y nutrimento.

Dios es un cánido ser que vuela como llamarada que encandila

nuestras cosechas.

 

Meandro

Fotografía extraída de internet

Cuento de jueves, por Brian Crispin

Autor: Brian Crispin Tineo

Edita: Aylan Mórel

FOTO DEL POETA CRISPIN

 

La otra princesa

En lo más alto de una colina, entre montañas y cataratas de aguas cristalinas  se encontraba el castillo de un rey que vivía con su esposa y su joven hija, la princesa Siara, la menor de todas las princesas. Siara, a diferencia de sus hermanas, no se dejaba llevar fácilmente por los cortejos de todos los caballeros que venían desde tierras lejanas para pedir su mano. Ella, en cambio, quería algo diferente, algo que rompiera las expectativas de sus padres y de ella misma.

—No me agradan aquellos caballeros con sus armaduras y espadas, que se proclaman héroes y juran haber vencido a dragones, bestias y leones. Yo quiero un hombre que me llene de alegría con risas y encanto. – decía la princesa Siara mientras veía el paisaje mágico desde su castillo.

—Entonces tu destino será quedarte sola, todos los que pretenden tu mano vienen desde tierras lejanas, son héroes de batallas y combates. – le respondió su madre.

—Si es así entonces moriré sola, quizá en el paraíso encuentre al hombre que busco, no a un caballero con su espada manchada con sangre.

Los días pasaban y la princesa Siara se asomaba en su balcón con la esperanza de que un hombre diferente a los demás la conquiste a primera vista y le robe todas las sonrisas que ella tenía guardada en lo más profundo de su alma.

—Bella princesa, he venido desde lejos, nadando millas en el océano, peleando con tiburones, combatí en el mar solo para venir hasta aquí y pedir tu mano, bella princesa, regálame esa dicha de estar contigo. – decía un caballero con la armadura rota. La princesa no respondió a la petición del hombre y se escondió en su habitación.

Caballeros, combatientes, guerreros y luchadores venían hacia el castillo de la princesa y ni uno era bien recibido, todos eran rechazados, algunos ni eran escuchados. La princesa a veces pasaba horas encerrada en su habitación, pero aun así no perdía la esperanza de sonreír de nuevo.

Una tarde de sol y lluvia se formó un bello arcoiris a las orillas del río, la princesa jugaba con las aguas brillosas y un caballero apareció entre las rosas y flores del jardín del castillo.

—Tenga buen día bella princesa Siara, soy un caballero que viene desde lejos, que no he combatido con dragones y leones, el brillo de mi espada no ha sido opacado por ninguna muerte ni mucho menos con sangre, he venido hasta aquí sin armadura porque no la he necesitado, he venido hasta aquí sin matar a nadie.

La princesa Siara se puso de pie y vio a un caballero alto, de cabello castaño y tez clara, con una mirada llena de puro amor y ternura, no había maldad en los ojos de aquel caballero, solo había bondad y buenos valores.

—Tenga usted, princesa Siara, mi bondad, mi amor, mi corazón. – dijo el caballero y sacó un diamante en forma de corazón del bolsillo de su pecho.

La princesa Siara, recibió temerosa el diamante y lo guardó en el bolsillo más secreto de su celeste vestido.

—Soy yo el feliz hombre que viene a pedir su mano, que le pide volar juntos sobre los cielos y sobre los arcoiris, que vayamos a tierras donde no exista muerte ni sangre, donde todo sea armonía y paz, para amarla, cuidarla y juntos llegar al paraíso.

—He esperado todos los días con este momento, un caballero diferente, cuya mirada lo dice todo, que desea vivir en paz y amarme.

La princesa cogió la mano de aquel caballero y empezaron un baile al ritmo del latido de sus corazones y del canto de los pajarillos. El rey y su esposa habían presenciado todo el acto y mandaron a reventar los mejores fuegos artificiales para dar una ilusión de fantasía en el cielo.

—Volemos juntos princesa, ahora en sus manos está mi corazón, vayamos más allá del horizonte.

—Los caballos y el carruaje ya están listos. – respondió la princesa.

—No es necesario, sí podemos volar y estar cerca de las nubes. – dijo el caballero y llevó de la mano a la princesa hacia atrás del castillo.

Ahí se encontraba un globo aerostático hecho de las mismas telas que conformaban los vestidos de la princesa.

—Sube, amada mía.

Ambos se fueron volando entre los fuegos artificiales, bajo el cielo y sobre el arcoíris. La princesa volvió a sonreír, su amor brilló tanto, que esa noche no oscureció.

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